Ens vàrem asseure sobre la roca, encara tèbia del sol que s’amagava. El poble quedava enrere, petit, silenciós, com si hagués decidit no interrompre. Davant, el mar semblava quiet, però jo sabia que bullia per dins, com tu. Les onades, lentes, feien veure que no escoltaven, però cada cop que et mirava, el seu ritme s’accelerava. Et vaig mirar de costat. Els cabells et brillaven amb la llum violeta del capvespre, com si el cel t’hagués escollit per encendre’s. No vam dir res. Només les mans, buscant-se amb aquella urgència suau que no necessita paraules. El desig no feia soroll, però ho omp...
Un viernes por la noche, Martí y Mireia salieron de la Universidad con la risa todavía tibia en los labios. El aire olía a piedra húmeda, a hojas secas, a un secreto que se intuía sin nombrarse. Pasearon sin rumbo, rozándose apenas, compartiendo silencios que ya no eran inocentes. La escalera de la muralla los recibió sin testigos. Solo ellos, la piedra tibia, la barandilla oxidada, y ese escalón veintidós que parecía esperarlos desde siempre. El muro, alto y rugoso, se alzaba como guardián de lo que estaba a punto de suceder. Mireia se sentó primero. Se descalzó despacio, dejando que la piedra acariciara sus pies como una vieja cómplice. Martí la miraba como si la descubriera por primera vez. Ella levantó la cabeza y le sonrió con esa boca que él llevaba semanas imaginando. —¿Te gusta este sitio? —murmuró ella. Él no respondió con palabras. Se sentó a su lado, tan cerca que sus rodillas se rozaron. El calor creció entre ambos, lento pero irrefrenable. Cuando Mireia apoyó la cabeza en ...