Entre la piedra y la piel

 Jordi López Pérez






Un viernes por la noche, Martí y Mireia salieron de la Universidad con la risa todavía tibia en los labios. El aire olía a piedra húmeda, a hojas secas, a un secreto que se intuía sin nombrarse. Pasearon sin rumbo, rozándose apenas, compartiendo silencios que ya no eran inocentes.

La escalera de la muralla los recibió sin testigos. Solo ellos, la piedra tibia, la barandilla oxidada, y ese escalón veintidós que parecía esperarlos desde siempre. El muro, alto y rugoso, se alzaba como guardián de lo que estaba a punto de suceder.

Mireia se sentó primero. Se descalzó despacio, dejando que la piedra acariciara sus pies como una vieja cómplice. Martí la miraba como si la descubriera por primera vez. Ella levantó la cabeza y le sonrió con esa boca que él llevaba semanas imaginando. —¿Te gusta este sitio? —murmuró ella.

Él no respondió con palabras. Se sentó a su lado, tan cerca que sus rodillas se rozaron. El calor creció entre ambos, lento pero irrefrenable. Cuando Mireia apoyó la cabeza en su hombro, Martí dejó que sus dedos se deslizaran por su nuca, bajando hasta la clavícula. La piel se erizó, y la noche se volvió aliada.

Los labios de ella rozaron los suyos primero como un juego, luego como certeza. Martí respondió con la mano en su cintura, con la boca buscándola en el cuello. La blusa cedió, botón a botón, como una flor que se abre solo en la penumbra. El borde del sujetador, la curva insinuada del pecho, fueron apareciendo como revelaciones que él acarició primero con la mirada, después con el tacto. La falda se alzó con facilidad. Sus dedos recorrieron el interior del muslo de Mireia con lentitud atenta, como si cada centímetro fuera un verso que debía pronunciarse en silencio. Ella cerró los ojos, dejó caer la cabeza hacia atrás, y su suspiro se volvió llama.

La piedra bajo ellos parecía guardar el calor de ese deseo. El muro, áspero y cercano, sostenía la espalda de Mireia cuando se arqueaba buscando más. Su mano se apoyaba en él como si necesitara anclarse a la tierra, como si la dureza de la piedra la encendiera todavía más. Le desabrochó la chaqueta, tirándola a un lado. Luego le desabrochó el botón de la camisa, con calma, mirándolo a los ojos. Martí tembló, esta vez no de frío, sino de expectación.

Cuando la calma sustituyó al temblor, quedaron aún entrelazados, quietos, respirando el mismo aire. Mireia apoyó la frente en el pecho de Martí. Él le acarició el cabello sin hablar. La noche los envolvía como un manto. El deseo ya había dicho lo suyo, pero el silencio seguía guardando palabras.




Gràcies pels vostres comentaris - Gracias por vuestros comentarios

Thanks for you comments




Comentaris

  1. Un text ple d'erotisme per escalfar aquesta pedra freda. ;-)

    Aferradetes, Jordi.

    ResponElimina

Publica un comentari a l'entrada